viernes, 25 de septiembre de 2009

SVALBARD: Naturaleza salvaje en estado puro

Desde Gaviota marfil hasta osos polares
Las Svalbards son un archipiélago noruego salvaje y montañoso con profundos fiordos, extensos témpanos de hielo que cubren la mar y numerosos glaciales que se encuentran a medio camino entre la Noruega continental y el Polo Norte. Este hábitat con un clima ártico muy extremo en invierno, alberga una población de osos polares que casi duplica a la de humanos.

El viento dibujaba en las nubes formas caprichosas
Las guías especializadas aconsejan visitar estas tierras desde finales de junio hasta primeros de septiembre, que es cuando los hielos que cubren durante el invierno la costa oriental, al Este de las Svalbards, favorecen en esta época del año la navegación entre sus impresionantes fiordos.
He tenido la oportunidad de estar durante día y medio en mayo en estas islas y vivir una auténtica aventura en busca del Oso polar, un gran predador en su hábitat natural enmarcado en un paisaje tan inhóspito como incomparable. Esta época del año que parece a priori poco aconsejable, ha sido sin embargo una de las experiencias más intensas que he vivido y por lo tanto la aconsejo a todos los amantes de la aventura y de la fauna salvaje.

Este año el trabajo me ha llevado por aquellas gélidas aguas durante veinte días entre abril y mayo, cuando el sol nunca se pone. Me embarqué en la población noruega de Tromso a bordo de un bacaladero gallego. Como imaginaréis este tipo de embarcación es un lugar perfecto para la observación de cetáceos y aves marinas.
Antes de partir, el barco estuvo varios días descargando el pescado en los muelles de esta población noruega. El duro invierno vivido este año todavía era patente en las empinadas laderas y el agua con sólo un pocos grados de temperatura albergaba buenos números de patos marinos. Entre los que destacaban por su abundancia los eideres común, el real y las haveldas... mientras en sus orillas correteaban los correlimos oscuro. Sin embargo entre los láridos las más abundantes eran las adultas gaviotas cana seguidas por los gaviones y las gaviotas argénteas.

Eideres común
Eider real
Haveldas
Gaviota cana
Gavión


Gaviota argéntea
Partimos antes de anochecer y tras navegar durante día y medio los 657 km que separa el continente noruego de las Svalbards, llegamos a las postrimerías de la Isla Osos al sur del archipiélago. En estas aguas, y mientras el barco recogía las redes, nos llevamos la sorpresa al comprobar que por la popa y en cada virada nos seguían cachalotes. Este comportamiento ya lo había observado en el Mediterráneo con los delfines mulares, no imaginaba que estos grandes cetáceos tenían la misma costumbre en estas latitudes.

Mientras faenábamos al borde de los cantiles rumbo norte y frente a las Svalbards, que se erigían como un inmenso bloque de hielo, roca y nieve, sufrimos las inclemencias del tiempo. Un tiempo tan variable como imprevisible. Tan pronto hacía sol como nevaba, hacía calma como se levantaba un fuerte temporal del SW con olas de 5 a 7 metros. Lo peor era cuando soplaba un viento tan helado como cortante, momento en el que se formaba en el barco una buena capa de hielo. Esto hacía que admirase más a la gente de la mar viéndoles trabajar en estas condiciones tan duras, máxime cuando las grandes olas barrían la cubierta al entrar por la popa.

Aquí las auténticas reinas de la mar son las aves marinas. Básicamente se ven tres especies de aves, donde los fulmares se contaban por millares de las fases claras e intermedias, seguidas por las grandes y albas Gaviotas hiperbóreas y las ruidosas Gaviotas tridáctilas.


fulmares fases clara e intermedia
Gaviotas tridáctila adulta y primer verano
En estas aguas solían aparecer algunas gaviotas argénteas y sombrías y los gigantones Gaviones. Más escasas fueron las Gaviotas polares, el Págalo pomarino y los agresivos Págalos grandes, empeñados en hacer la vida imposible a las hiperbóreas con el único fin de robarles los restos de pescado que almacenaban en sus buches. La sorpresa la dio un adulto de Gaviota báltica, que posada junto a una intermedius de sombría se apreciaba claramente los rasgos acharranados de esta interesante especie.
Gaviota argéntea y tridáctila
Págalo grande
Gaviota polar
Gavión
Gaviota sombría (L.f. intermedius)

Gaviota báltica
A medida que avanzábamos hacia el norte, aumentábamos los números de los fulmares de la rara fase oscura o azulada...

y las hiperbóreas se acercaban volando muy alto desde las islas y en parejas con el característico reclamo de las gaviotas, aunque con un canto mucho más melodioso que las nuestras.
Adulto de Gaviota hiperbórea llamando a la pareja
Hiperbórea de primer invierno
Hiperbórea de segundo invierno
Hiperbórea cuarto año
Hiperbóreas adulta
Gaviones de primer verano
Gaviones de cuarto año
Cuando llegamos a la altura de los impresionantes farallones del Parque Nacional de Forlandet, donde crían decenas de miles de aves marinas y a 24 millas de distancia, se nos acercó al barco una de las joyas aladas del Ártico y una de las más importantes especialidades de la zona: un hermoso adulto de Gaviota marfil, que después de dar unas vueltas alrededor del pesquero fue expulsada por una agresiva Gaviota tridáctila.

Gaviota marfil
No fue hasta que llegamos al 79º 01´ Norte cuando empezamos a observar números importantes de dos especies de álcidos… nuestros pingüinos voladores. Se contaban por miles los pequeños y ruidosos Mérgulos marinos, quienes levantaban el vuelo de un pequeño saltito a medida que nos acercábamos con el barco. Del mismo modo, el también muy abundante Arao de Brünnich y los más escasos Frailecillos y araos aliblancos, levantaban el vuelo de una forma más tosca y con una torpe carrera en contra del viento.

Araos de Brünnich

Arao aliblanco
Frailecillo

Mérgulos
Finalizamos la marea en el 79º 46´ Norte, donde viramos para dirigirnos a la antaña ciudad minera de Longyearbyen, que en el 78º 13N, es con sus 1.600 habitantes el asentamiento más poblado y septentrional del mundo. En este lugar es donde tenemos que coger el avión de regreso a casa. El destino quiso que por falta de vuelos permaneciésemos día y medio.
Mientras navegábamos rumbo a nuestro nuevo destino entre los fiordos recién desnudos de hielo, que nos permitieron sortear las numerosas banquisas a la deriva y los pequeños iceberg, vimos algunas de las especialidades de la zona. Este paisaje en blanco y negro hizo que la imaginación y nuestros recuerdos viajasen al otro paisaje helado por antonomasia: la Antártida.
Posados sobre los bloques de hielo descansaban las gaviotas tridáctilas e hiperbóreas, los álcidos volaban como pequeños torpedos entre la banquisa y los fulmares seguían al barco con la esperanza de un descarte milagroso. Un ejemplar adulto de Foca barbuda nos miraba con curiosidad en el agua antes de esconderse bajo ella y también conseguimos ver los primeros ansares piquicortos y barnaclas cariblanca.

Ya frente a Longyearbyen, un pequeño muelle rodeado por hielo nos hizo desembarcar temerosos sobre éste: estábamos en la isla de los Osos. Mientras esperábamos un taxi y junto al exiguo muelle, distintas especies de aves marinas se afanaban en buscarse el alimento; y así observamos como los Eideres comunes y reales capturaban con sus buceos pequeños erizos que tragaban como si fueran fakires y a los nupciales Araos aliblancos hacer lo mismo con pequeños pececillos.

Al llegar al hotel Radisson y en la recepción, había un pequeño cartel en inglés y noruego sin título, tan prometedor como peligroso… “durante los últimos 15 días se han visto osos polares dentro del pueblo. Si van a salir fuera de la zona de casas les rogamos lleven las armas que consideren oportunas”. Una nota inquietante a la que sólo le faltaba decir: “No den de comer a los animales”, en clara referencia a nuestra persona. No era broma. Y así lo comprobamos en la calle al ver como venían sus habitantes a hacer la compra a la ciudad.

La posibilidad de avistar osos en estado puro nos hizo contratar los servicios de un guía para verlos. Frente al hotel hay una agencia que cuenta con la posibilidad de ir hasta la costa Este del archipiélago donde son más abundantes. En mayo la mar está congelada, no se puede ir en barco y tampoco hay carreteras, la única forma de llegar hasta allí es yendo en motos de nieve.

Por unos 250 euros al cambio (se paga en coronas) te ofrecen este servicio. Con el permiso de conducir de aquí puede pilotarla uno mismo, el precio incluye además de la moto de gran cilindrada, el traje completo que lo compone: buzo, casco, guantes de piel de foca, botas, verduguillo y gafas. Imprescindible este equipamiento para no morir congelado. En la Costa Este se alcanza los 14 grados bajo cero y la sensación térmica por el viento baja la temperatura hasta los 25 bajo cero.

La duración de la aventura es de diez horas, ya que hay que recorrer entre la ida y la vuelta algo más de 200 kilómetros a una media de 70 km/h, atravesando fiordos, un glacial y banquisa marina. Y lo más importante, como aconsejaba el cartelito del hotel, el guía iba armado con un rifle y una pistola Magnun de gran calibre.
Antes de partir dan unas clases prácticas de pilotaje, en nuestro caso a las dos personas que viajábamos juntas, de cómo hay que dar las curvas. Hay que ir en estricta fila india, la moto sigue los surcos que deja la moto de delante, algo así como los coches en el juego del scalextric. Si se va rápido te sales, y entonces hay que volver ayudándose con el cuerpo a modo de contrapeso. Es decir, que la experiencia que podíamos tener con las motos de aquí no servía de nada.
Al principio la inexperiencia te hace ir a una velocidad de “vértigo”, apenas 40 km/h. Pero la sensación en este tipo de motos es de ir a 100 km/h. Poco a poco ganábamos confianza, sobre todo en las curvas y pudimos llegar a los 60 km/h. El “acojono” nos llegó cuando el guía nos informó que los osos alcanzan una velocidad punta de 65 km/h. Estábamos perdidos.
La adrenalina estaba a pleno rendimiento. Los espectaculares paisajes, la aventura y la presencia de osos nos mantuvieron a todos en permanente alerta. Durante el trayecto nos cruzamos con bastantes manadas de Renos de las Svalbards que comían pequeñas briznas de hierba y líquenes. También levantamos una Perdiz nival con la moto, y nos sorprendimos al ver a los Fulmares volando en medio de la isla muy alejados de la costa.

El momento más alucinante de la travesía fue cuando cruzamos un collado. El paisaje blanco, la niebla y una ventisca de nieve nos desorientó completamente. No sabíamos si subíamos, bajábamos o íbamos cabeza abajo. Nos dicen que estábamos volando y lo creemos ciegamente. Sólo teníamos como referencia un punto negro delante, la moto que nos precedía y por nada del mundo había que perderla. Para colmo se nos congelaron las gafas perdiendo más visibilidad, si cabía.
Al salir por fin de la niebla, se nos presentó ante nosotros el mar congelado, hábitat ideal de focas; el alimento preferido de los Osos. Tras comer Spaguetis a la Boloñesa liofilizados, con agua hirviendo, y tomar un reconfortante chocolate caliente, descendimos al falso “desierto” helado. Antes de descender el guía nos prohibió tajantemente parar solos o en fila india, teníamos que hacerlo agrupados y sobre todo no bajarse de la moto bajo ninguna circunstancia.

No habíamos llegado abajo cuando paramos. Teníamos ante nosotros unas enormes huellas de Oso polar: Eran tan grandes que como bien apuntó Jon, parecía que llevaba raquetas para andar por la nieve. El guía sacó en ese momento su arma y la cargó por precaución.
En otros lugares las excursiones se realizan desde la seguridad de un barco o desde todo terrenos con barrotes para evitar que los osos incluyan en su cena a un turista. Nosotros en esas motos éramos unas deliciosas latas abiertas y muy vulnerables. No recorrimos ni diez minutos cuando teníamos ante nosotros, y a unos tres cientos metros, un enorme Oso polar. El plantígrado al vernos se tumbó en la nieve como una alfombra y hendió su morro para pasar desapercibido, pero el color amarillento de su pelaje le delataba.

Tras casi un cuarto de hora de espera para verlo al menos erguido, el guía decidió darle un rodeo muy amplio para poder visitar otras zonas en busca de más fauna. Nuestra sorpresa fue mayúscula al comprobar que no había un único oso polar, sino dos enormes plantígrados más. Por precaución no fuimos en busca de pinnípedos y decidimos volver a Longyearbean. La presencia de tanto oso en dos kilómetros cuadrados así lo aconsejaba. Tuvimos la gran suerte de ver en su hábitat al gran predador, a uno de los animales más vulnerables al cambio climático, que le empuja inexorablemente a la extinción.

Una aventura inolvidable en la que solo me resta decir a Jon Ruiz y a los hermanos Estanis y Arnaitz Mugerza… Señores estoy muy orgulloso de ustedes.
Un saludete
Gorka Ocio